Comentario
CAPÍTULO XI
Envían los españoles a buscar sal y minas de oro, y pasan a Quiguate
El adelantado, viendo la mucha necesidad de sal que su gente padecía, pues morían por la falta de ella, hizo en aquella provincia de Capaha grandes diligencias con los curacas y sus indios para saber dónde la pudiese haber. Con la pesquisa halló ocho indios en poder de los españoles, los cuales habían sido presos el día que entraron en aquel pueblo, y no eran naturales de él sino extranjeros y mercaderes que con sus mercancías corrían muchas provincias, y, entre otras cosas, acostumbraban traer sal para vender. Los cuales, puestos ante el gobernador, dijeron que cuarenta leguas de allí, en unas sierras, había mucha y muy buena sal, y, a las preguntas y repreguntas que les hicieron, respondieron que de aquel metal amarillo que les pedían había también mucho en aquella tierra.
Con estas nuevas se regocijaron grandemente los castellanos, y, para las verificar, se ofrecieron dos soldados a ir con los indios. Estos eran naturales de Galicia, el uno llamado Hernando de Silvera y el otro Pedro Moreno, hombres diligentes y que se les podía fiar cualquier cosa. Encargóseles que por donde pasasen notasen la disposición de la tierra y trajesen relación si era fértil y bien poblada. Y, para contratar y comprar la sal y el oro, llevaron perlas y gamuzas y otras cosas de legumbres, llamadas frisoles, que Capaha les mandó dar, e indios que los acompañasen y dos de los mercaderes para que los guiasen. Con este acuerdo fueron los españoles y, al fin de los once días que tardaron en su viaje volvieron con seis cargas de sal de piedra cristalina, no hecha con artificio sino criada así naturalmente. Trajeron más una carga de azófar muy fino y muy resplandeciente, y de la calidad de las tierras que habían visto dijeron que no era buena, porque era estéril y mal poblada. De la burla y engaño del oro se consolaron los españoles con la sal, por la necesidad que de ella tenían.
El gobernador, con las malas nuevas que sus dos soldados le dieron de las tierras que habían visto, acordó volverse al pueblo de Casquin para de allí tomar otro viaje hacia el poniente a ver qué tierras había por aquel paraje, porque hasta allí, dende Mauvila, habían caminado siempre hacia el norte por huir de la mar. Con esta determinación dejaron los castellanos a Capaha en su pueblo y se volvieron con Casquin al suyo, donde descansaron cinco días. Los cuales pasados, salieron de él y caminaron cuatro jornadas por el río abajo por una tierra fértil y de mucha gente, y, al fin de ellas, llegaron a una provincia llamada Quiguate, cuyo señor y moradores salieron de paz a recibir al gobernador y le hospedaron, y otro día le dijo el cacique pasase adelante su señoría hasta el pueblo principal de su provincia donde tenía mejor recaudo para le servir que en aquél.
Otras cinco jornadas caminaron los españoles, siempre por el río abajo por tierra, como dijimos de la pasada, poblada de gente y abundante de comida. Al fin del quinto día llegaron al pueblo principal llamado Quiguate, de quien toda la provincia tomaba nombre, el cual estaba dividido en tres barrios iguales. En el uno de ellos estaba la casa del señor, puesta en un cerro alto, hecho a mano; en los dos barrios se alojaron los españoles y en el tercero se recogieron los indios, y hubo bastante alojamiento para todos. Dos días después que llegaron, se huyeron, sin causa alguna, todos los indios y el curaca y, pasados otros dos días, se volvieron, pidiendo perdón de su mal hecho. Disculpábase el cacique diciendo que cierta necesidad forzosa le había hecho ir sin licencia de su señoría, pensando volver aquel mismo día, y que no le había sido posible. Debió el curaca, después de huido, temer que los españoles a la partida le quemasen el pueblo y los campos, y este miedo le hizo volverse que, según pareció, con mala intención se había ido, porque en su ausencia habían andado sus indios amotinados haciendo el daño que con asechanzas habían podido, que dos o tres castellanos habían herido, y todo lo disimuló el gobernador por no romper con ellos.
Una de las noches que los españoles estuvieron en este alojamiento, acaeció que el ayudante de sargento mayor, que se llamaba Pablos Fernández, natural de Valverde, fue al gobernador a media noche y le dijo que el tesorero Juan Gaytán, habiéndole apercibido que rondase a caballo el cuarto de la modorra, no había querido hacerlo, excusándose con que era tesorero de Su Majestad. El gobernador se enojó grandemente, porque este caballero fue uno de los que en Mauvila habían murmurado de la conquista y tratado de salirse de la tierra luego que llegasen donde hallasen navíos y volverse a España o irse a México, lo cual, como en su lugar dijimos, fue causa de atajar y desconcertar los motivos y buenas trazas que el gobernador en su imaginación traía hechas para conquistar y poblar la tierra.
Pues como ahora, con la inobediencia presente le recordasen el enojo pasado, se levantó de la cama poniéndose en el patio de la casa del curaca, que estaba en alto, dijo a grandes voces que, aunque era a medianoche, las oyeron en todo el pueblo: "¿Qué es esto, soldados y capitanes? ¿Viven todavía los motines, que en Mauvila se trataban, de volveros a España o de iros a México, que con achaques de oficiales de la Hacienda Real no queréis velar los cuartos que os caben? ¿A qué deseáis volver a España? ¿Dejasteis en ella algunos mayorazgos que ir a gozar? ¿A qué queréis ir a México? ¿A mostrar la vileza y poquedad de vuestros ánimos, que, pudiendo ser señores de un tan gran reino donde tantas y tan hermosas provincias habéis descubierto y hollado, hubiésedes tenido por mejor (desamparándolas por vuestra pusilanimidad y cobardía) iros a posar a casa extraña y a comer a mesa ajena, pudiéndola tener propia para hospedar y hacer bien a otros muchos? ¿Qué honra os parece que os harán cuando tal hayan sabido? Habed vergüenza de vosotros mismos y apercibíos, que oficiales de la Hacienda Real y no oficiales, todos hemos de servir a Su Majestad, y nadie presuma exentarse por preminencias que tenga, que le cortaré la cabeza, séase quien fuere, y desengañaos, que mientras yo viviese, nadie ha de salir de esta tierra, sino que la hemos de conquistar y poblar o morir todos en la demanda. Por tanto, haced lo que debéis, dejando vanas presunciones, que ya no es tiempo de ellas."
Con estas palabras, dichas con gran rabia y dolor de corazón, mostró el gobernador la causa del descontento perpetuo que desde Mauvila había tenido y el que siempre tuvo, hasta que murió. Los que las tomaron por sí, hicieron de allí adelante lo que se les ordenaba sin contradecir cosa alguna, porque entendían que el gobernador no era hombre con quien se podía burlar y más habiéndose declarado tanto como se declaró.